El ateísmo supone negar a Dios y con ello a todas las cosas buenas que de él provienen.
Un ateo podrá decir,"Yo soy feliz sin Dios. Para mí, Dios no aporta nada." Pero su afirmación carece de fundamento. Si es ateo, no está abierto y receptivo a Dios y sus riquezas y por lo tanto no puede conocer si lo enriquece o no.
El creyente en cambio, comparte con el ateo las alegrías y las bondades de la vida pero ha descubierto el enriquecimiento, el incremento que da a su vida el encuentro con Dios. Precisamente por este descubrimiento, el creyente sí puede decir, con fundamento, "las cosas de la tierra me dan grandes alegrías, pero Dios las potencia y me concede muchas más".
Así, el ateísmo es renunciar a vivir la totalidad de la felicidad que somos capaces de alcanzar. Es, en el mejor de los casos, conformarse con ser feliz , cuando se es capaz de ser muy, muy feliz.
Ante esta realidad, el creyente no puede menos que compadecerse. Pero también debe suponer un llamado a la responsabilidad. Si abundan los ateos, es porque no han encontrato testigos creíbles de esa vida muy muy feliz. Si los hubieran encontrado, ya no serían ateos, porque ante una vida así es imposible resistirse.