Mis sobrinos: Ignacio y Francisco. |
Con esas palabras me retó, en su discurso de
graduación, un buen amigo de la secundaria. He aceptado su reto, y en todos estos
años he mantenido esa búsqueda. Me ha
ayudado seguir el consejo de Chesterton, un pensador inglés: hay que tener
siempre una mente abierta, pero cerrarla cuando se consigue algo valioso, no
vaya a ser que por tenerla siempre abierta se nos caiga el cerebro.
Así, poco a poco he ido formando mis
convicciones y encontrándome con la verdad, aunque sea parcialmente. También he
procurado compartirla porque no quiero retenerla egoístamente, sino hacer a
otros disfrutar de la alegría de encontrarla.
Lamentablemente, esto no siempre ha sido un
proceso fácil. En el mundo de hoy defender o promover las propias convicciones
resulta peligroso. Hablar de la verdad es considerado antidemocrático o
intolerante. Por ello, empecé a pensar cómo se podían promover las propias
convicciones sin que nadie sienta amenazada su libertad de pensamiento.
He llegado a la conclusión de que es necesario trabajar
menos con los argumentos y esforzarse más en que los interlocutores se sientan
queridos. La fuerza persuasiva de la verdad, no está tanto en su lógica
intrínseca, sino en el cariño con que se transmite.
En el momento que una persona escucha algo y
percibe que se le dice con cariño, se produce una transformación. Ya no se
trata de quién tiene la razón, sino de cuál es la realidad de las cosas. De
encontrar la verdad.
Quizá por eso los consejos de una madre son tan
influyentes. Posiblemente no están
llenos de argumentos imbatibles pero, ¿quién puede resistirse a esas
indicaciones maternales, acompañadas de una mirada y un tono que parecen la
materialización del cariño?