Iba caminando con dos de mis hermanas por las
calles de Pamplona, una bella y acogedora ciudad en el norte de España.
Entramos en una pequeña Iglesia. Rezamos
brevemente y al salir, una de mis hermanas -tiene 17 años- me pregunta ¿Por qué
crees que en las Iglesias la mayoría evidente de la gente, es gente mayor?
En realidad, latía en el fondo de esa pregunta
(como se demostró con el desarrollo de la conversación), otra inquietud: ¿Qué se puede hacer para que
también los jóvenes se acerquen a Dios?
Ante esa pregunta, propongo lo siguiente: entre
los creyentes tiene que ser más notable la alegría de vivir cerca de Dios. Y
para ello, un posible camino, es leer el Evangelio y descubrir ahí la sonrisa
de Cristo.
De la vida de Cristo sabemos que lloró amargamente por Lázaro, que se compadeció de ella al ver a la muchedumbre, que lo miró y lo llamó
hablando de Mateo, que enseñaba a todas
las gentes, etc. Pero siempre he extrañado que en la Sagrada Escritura no
se dijera en ningún momento que Jesucristo sonrió.
Sin embargo, no puedo imaginar que una persona amargada, con mala cara y
gruñona fuera tan atractiva a la sociedad de su época. Cuentan los Evangelios
que lo seguían miles y es también
conocido que tenía muchos amigos: Marta, María, Lázaro, los Apóstoles,
Nicodemo, entre otros. Jesús de Nazaret, estoy seguro, era una persona
simpatiquísima. Por eso, pienso que el vacío evangélico sobre la sonrisa de
Cristo es la consecuencia lógica de que su sonrisa era su actitud habitual. Y
sucede, lo que sucede con casi cualquier cosa que supone lo normal: pasa
desapercibida.
Si leemos el Evangelio con atención, con deseos
de descubrir al Cristo sonriente, lo encontraremos. Y será entonces más fácil
vivir con esa alegría irresistible que contagian los santos. Seremos capaces de
atraer a toda esa juventud, que en el fondo de su alma solo desean encontrarse
con ese Dios, que los quiere muchísimo y los espera sonriendo.