domingo, 28 de octubre de 2018

La Sonrisa de Dios.

Iba caminando con dos de mis hermanas por las calles de Pamplona, una bella y acogedora ciudad en el norte de España. Entramos en una pequeña Iglesia.  Rezamos brevemente y al salir, una de mis hermanas -tiene 17 años- me pregunta ¿Por qué crees que en las Iglesias la mayoría evidente de la gente, es gente mayor?
En realidad, latía en el fondo de esa pregunta (como se demostró con el desarrollo de la conversación),  otra inquietud: ¿Qué se puede hacer para que también los jóvenes se acerquen a Dios?
Ante esa pregunta, propongo lo siguiente: entre los creyentes tiene que ser más notable la alegría de vivir cerca de Dios. Y para ello, un posible camino, es leer el Evangelio y descubrir ahí la sonrisa de Cristo.
De la vida de Cristo sabemos que lloró amargamente por Lázaro, que se compadeció de ella al ver a la muchedumbre, que lo miró y lo llamó hablando de Mateo, que enseñaba a todas las gentes, etc. Pero siempre he extrañado que en la Sagrada Escritura no se dijera en ningún momento que Jesucristo sonrió. Sin embargo, no puedo imaginar que una persona amargada, con mala cara y gruñona fuera tan atractiva a la sociedad de su época. Cuentan los Evangelios que lo seguían miles y es también conocido que tenía muchos amigos: Marta, María, Lázaro, los Apóstoles, Nicodemo, entre otros. Jesús de Nazaret, estoy seguro, era una persona simpatiquísima. Por eso, pienso que el vacío evangélico sobre la sonrisa de Cristo es la consecuencia lógica de que su sonrisa era su actitud habitual. Y sucede, lo que sucede con casi cualquier cosa que supone lo normal: pasa desapercibida.

Si leemos el Evangelio con atención, con deseos de descubrir al Cristo sonriente, lo encontraremos. Y será entonces más fácil vivir con esa alegría irresistible que contagian los santos. Seremos capaces de atraer a toda esa juventud, que en el fondo de su alma solo desean encontrarse con ese Dios, que los quiere muchísimo y los espera sonriendo.

jueves, 4 de octubre de 2018

¿Qué sería sin ustedes?

En la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra

La Via Appia, el Coliseo, la plaza San Pedro, el Guggenheim Museum de Bilbao, San Mamés, la Universidad de Navarra, el Colegio Gaztelueta, el Santiago Bernabéu. Roma, Bilbao, Pamplona, Madrid. Avión, tren, autobús y metro. Todo esto en dos semanas. Y luego, caer en la cuenta de que todo hubiera sido muy poco si no es por la gente con la que lo compartí.

Recorriendo la Via Appia
Cada lugar cobraba especial sentido, sobre todo, por quien me acompañaba. En el momento que me encontraba solo, la grandeza histórica, artística, arquitectónica del lugar parecía disminuir.
Me hizo recordar lo obvio: son las personas las que dan verdadero relieve a las circunstancias de nuestra vida. Y mientras más cariño sentimos por ellas, ese relieve tiene mayor riqueza.

En la Ría de Bilbao
Esta verdad encierra una poderosa fuerza: la de convertir cada circunstancia en una ocasión especial. Basta reconocer en nuestra familia y amigos, lo que realmente hace la vida emocionante. Dará mas o menos igual, si estamos con ellos viendo un cuadro de Picasso o tomando café en el comedor de la casa. Lo realmente significativo es que estamos juntos.

Ruth, Carlos, José, Mariana, Miriam, Álvaro. Fernando, Luis, Ramón, Carlos. José Gabriel, Luis, Pablo, Javier y Miguel. ¿Qué hubieran sido estos días sin ustedes? ¡Gracias!

"Lo único que hace falta para que el mal triunfe, es que los hombres buenos no hagan nada"
Edmund Burke