jueves, 23 de abril de 2020

La anatomía del amor


“El amor no pasará jamás”. ¿Sigue siendo válida esa afirmación? En muchos rincones la gente se hacía esa pregunta. La frase, sacada de una carta de Pablo de Tarso a los cristianos de la ciudad de Corinto, estaba por todos lados. El escenario era la reciente boda de una mis hermanas que fue ambientada alrededor de ese texto. En un mundo tan marcado por -en expresión de Bauman- el amor líquido, es decir uno definido por la inestabilidad de las relaciones interpersonales, la frase paulina no pasó desapercibida y fue frecuente tema de conversación entre los asistentes.
El amor es una palabra gigante con capacidad de albergar las definiciones más dispares. Hace algunos años leí que el egoísmo era la esencia del amor. Según ese texto, amar a alguien es disfrutar con lo que la otra persona es capaz de proveernos. Si por amor se entiende esto, claramente la frase de San Pablo es incorrecta. En este escenario, en cuanto el “amado” deja de ofrecer lo que apetece, el amor pasará.
Para que el amor se haga estable, y la afirmación de San Pablo siga vigente (como creo que lo es), tiene que significar algo más. Pienso, por ejemplo, en una mamá que prepara loncheras a las 6 a.m. para sus hijos (que de paso no lo agradecen); o, en una persona que lucha largos años por superar sus defectos pensando que así su cónyuge estará más contento; o, en alguien que interrumpe el trabajo para ayudar a un amigo que se ha accidentado. Todas estas acciones atestiguan la existencia del amor: por lo hijos, por el cónyuge, por el amigo. ¿Cómo pasan estas cosas? ¿Se hacen por pura satisfacción personal? Evidentemente que no. La vida concreta nos muestra que el amor auténtico lleva a pensar en el otro, en lo que le hace bien, lo que le hace feliz. Cuando es genuino, el amor es generoso. No se trata de lo que el otro produce en mí, sino de mi decisión de vivir para hacer al otro feliz. De este modo, sustraemos al amor de la volatilidad de las circunstancias y del capricho personal para ofrecerle la oportunidad de vivir en la estabilidad de una voluntad decidida. Cuando el amor se entiende así, se va haciendo más real afirmar que “no pasará jamás”.
Pero no es suficiente. Fallar en el deseo de hacer al otro feliz no es infrecuente. Tropiezos, errores, descontroles, pequeños y grandes, son continuos en quienes se aman. Y esas faltas, ¿no son pruebas de que se ha pasado el amor? Pienso que no. Quien aspira a amar sin fallar y sin que le fallen, necesita recordar que la naturaleza humana no es perfecta. Solo Dios es capaz de amar perfectamente. Entre los hombres, es de la esencia del amor hacerlo compatible con los defectos y los errores del otro. Más aún, es a través de esos defectos que puedo demostrar que quiero su bien, que quiero que los supere y sea mejor. En síntesis, que lo amo. Quien se equivoca mostrará su amor pidiendo perdón, mostrando su arrepentimiento a través del esfuerzo por enmendar el daño. Quién sufre la ofensa o el error, amará perdonando y apoyando al amado en su lucha por corregirse. En realidad, las miserias no se oponen al amor, más bien, son cauce de un amor que se manifiesta a través del perdón y la lucha por enmendarse. Cuando se vive así, todos los defectos y errores humanos, son incapaces de desmentir que “el amor no pasará jamás”.
Una última consideración. Si hemos afirmado que el amor auténtico es querer el bien del otro, mientras el otro exista, hay razón para amar. Es propio del amor que sea de por vida. Podríamos incluso invertir la frase paulina y afirmar “si pasa, no es amor” porque, ¿llamaríamos amor a quien quiere el bien de otro solo a plazos? No lo creo. Esta propiedad a temporal del amor la ha sintetizado bellamente Benedicto XVI cuando afirma que “la fidelidad a la largo del tiempo es el nombre del amor”.
Generosidad, perdón, lucha por enmendarse, perseverancia… son las palabras que conformar la anatomía del amor. Con ellas, “el amor no pasará jamás”. ¿Quién es capaz de amar así? ¿No es esto una utopía? Ciertamente es difícil. Pero contamos con una tradición milenaria de matrimonios, amigos, padres e hijos que nos demuestran que es posible. Contamos también con toda la ayuda de Dios (la ventaja de los creyentes es que lo saben y se apoyan en ella). Y, en fin, sabemos que el esfuerzo vale la pena. Ya le decía Keira Knightley a Will Smith, en Collateral Beauty, el amor es la única respuesta real al porqué de esta vida.
Mis padres, cada día me demuestran que estas ideas
son posibles




lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentena para la libertad


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En estos días tan… ¿Cómo lo diría? Difíciles…  tenemos la gran oportunidad de aprender a vivir con libertad. Así, como se oye, en medio del encierro y gracias a él, podemos ejercitarnos en ser más libres. No me refiero a la evidente consideración de que la falta de movimiento nos hace valorar más la vida ordinaria. Me refiero a otro asunto. Un asunto poco practicado en el siglo XXI y que la realidad de la cuarentena nos permite ejercitar con la garantía de que, si lo hacemos, gozaremos de grandes dosis de libertad. 
El ritmo habitual de vida, lleno de compromisos, imprevistos, distracciones, tráfico, etc. no permite pensar mucho en ordenar nuestros asuntos pendientes. En la práctica, vamos siendo gobernados por las circunstancias, resolviendo las cosas según van surgiendo. El criterio que gobierna nuestra vida es la urgencia, sin que nuestra voluntad tenga mucho que decir al respecto. Pocas veces son nuestras decisiones las que llevan las riendas de nuestro vivir. Es más frecuente que las circunstancias marquen el ritmo de nuestra existencia. Esto no suena mucho a libertad. Por el contrario, somos esclavos de lo urgente y de la prisa.
Autor de autoajuda Stephen Covey morre aos 79 anos - Livros - iG
Stephen Covey
Stephen Covey, conocido por su famoso libro Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, propone un método para la clasificación de las prioridades, considerando si son urgentes y/o importantes. De ese modo, existen asuntos: urgentes, pero no importantes; otros importantes, pero no urgentes; un tercer grupo de cosas, importantes y a la vez urgentes y, por último, los asuntos que no son ni urgentes, ni importantes. No me parece sorprendente – todos tenemos experiencia – la constatación que hace el autor de que, hoy en día, lo que habitualmente queda sin hacer es lo importante pero no urgente. Otra vez, somos esclavos de la prisa y la urgencia.

Ahora, ¡llegó la cuarentena!, “las circunstancias han cambiado tanto que he tenido que repensar mis prioridades y expectativas”. Son palabras de una amiga. Y en ese cambio está la oportunidad. La necesidad de quedarnos en casa, un ritmo relativamente más pausado y con menos compromisos, nos coloca en una posición con menos presiones y variables externas. Es el status quo ideal para retomar un poco el control de nuestras vidas. Podemos proponernos hacer cada mañana una lista de las cosas pendientes y clasificarlas según los criterios de urgencia e importancia que propone Covey.  Este ejercicio puede parecer complicado, pero Peter Bregman (CEO de Bregman Partners, firma de consultoría en liderazgo)    -por citar un ejemplo- afirma que no toma más de 18 minutos.
Al incorporar consideraciones relativas a la importancia de las cosas, vamos tomando control y aprendemos a funcionar pensando en lo que quiero, tengo y puedo hacer. Esto si suena a libertad. Y podemos aprenderlo encerrados por la cuarentena. Es una prueba más de que las dificultades nos pueden hacer crecer.

P.D: Otra idea que pueden ayudar a tomar control de la propia vida es obligarse a vivir un horario preestablecido con algunas cosas fijas. Por ejemplo: la hora de levantarse y acostarse, las comidas, un rato de ejercicio, etc.
P.D 2: También puede ser útil el artículo que publiqué hace unos años: "Guía práctica para el aprovechamiento del tiempo" (http://juanantoniobg.blogspot.com/2012/08/guia-practica-para-el-aprovechamiento.html)
P.D. 3: Recomiendo los dos libros citados en este artículo. A continuación los links donde pueden  comprarse en formato digital:


"Lo único que hace falta para que el mal triunfe, es que los hombres buenos no hagan nada"
Edmund Burke